Por: CRÉDITOS AL AUTOR.
Los perros beagle se han convertido en uno de los símbolos más dolorosos de la experimentación animal porque, a diferencia de otras razas, su carácter dócil, su tamaño manejable y su enorme tolerancia al maltrato los han vuelto “útiles” para una industria que busca animales fáciles de controlar. Cada año, miles de ellos nacen no para conocer un hogar, sino para pasar toda su vida dentro de jaulas metálicas donde nunca ven la luz del sol ni sienten césped bajo sus patas. Desde cachorros son sometidos a pruebas que van desde inhalación forzada de sustancias tóxicas, exposición prolongada a humo de tabaco, ensayos de fármacos, químicos industriales, pesticidas o productos de limpieza, hasta cirugías invasivas que rara vez buscan mejorar su salud. La mayoría muere dentro de los laboratorios o es sacrificada al final del estudio porque su cuerpo ya no sirve para experimentar más.

Lo más devastador es que estos perros suelen confiar en cualquier persona que se acerque a ellos; se acercan moviendo la cola incluso al técnico que está a punto de sujetarlos para otro procedimiento doloroso. Muchos pasan meses o años sin escuchar una voz amable, sin recibir caricias, sin experimentar nada que se parezca a una vida digna. Son tratados como instrumentos desechables, como objetos de un sistema que justifica su sufrimiento en nombre del “progreso”, cuando en realidad existen alternativas científicas más éticas, más precisas y más humanas. Recordar que detrás de cada número hay un individuo con miedo, con dolor y con ganas de vivir nos obliga a cuestionar un modelo que normaliza su sufrimiento. Hablar de los beagles en laboratorios no es exagerar ni dramatizar: es simplemente reconocer que su vida importa, que su capacidad de sentir es tan real como la nuestra y que su sufrimiento, oculto entre paredes estériles y protocolos fríos, merece ser visto, nombrado y finalmente terminado.




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