Por: CRÉDITOS AL AUTOR.

El velorio estaba lleno: ataúd elegante, flores caras, mariachis tocando. El salón rebosaba de café y pan dulce. Sobró de todo.

Una vecina, con la voz baja, soltó la frase que cortó el aire:

—Solo necesitaba compañía en vida, no banquete en su muerte.

Silencio. Algunos bajaron la mirada. Otros fingieron no oírla. En el fondo… sabían la verdad.

—“Merecía esto y más” —dijo uno de los hijos, limpiándose las lágrimas.

Pero hacía apenas una semana, él mismo había enviado un mensaje breve:

—“Ando a las carreras, luego te marco.”

Porque así había sido siempre.

Vivía solo desde que su pareja falleció. Más de setenta años, pensión mínima, rodilla que dolía hasta para ir por el pan.

Pedía poco: una visita, un suero cuando la gripe lo tumbaba, ayuda con la despensa o, al menos, una llamada.

Siempre había algo más urgente. Siempre había excusas.

Hasta que dejó de contestar el teléfono. Y tampoco abrió la puerta.

Lo encontraron ya sin vida: sin comida en la alacena, sin una mano que le apretara la suya en el último suspiro.

Ahora sí tenían tiempo… y dinero.

Pero ya era demasiado tarde.

Porque es cierto: para el funeral siempre se reúnen recursos.

Para ayudar en vida… casi nunca.

Una familia puede reunir dinero para enterrarte, pero nunca reunir dinero para ayudarte en alguna necesidad.

Hay velorios en donde sobra la comida… y el difunto pasaba hambre en vida.

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